CARTA APOSTÓLICA
MYSTERII PASCHALIS
DADO EN FORMA DE MOTU PROPRIO,
POR LA QUE SE APRUEBAN
LAS NORMAS UNIVERSALES SOBRE EL AÑO LITÚRGICO
Y EL NUEVO CALENDARIO ROMANO GENERAL
POR LA QUE SE APRUEBAN
LAS NORMAS UNIVERSALES SOBRE EL AÑO LITÚRGICO
Y EL NUEVO CALENDARIO ROMANO GENERAL
PABLO PAPA VI
El sagrado Concilio Vaticano II nos ha enseñado claramente que la celebración del MISTERIO PASCUAL tiene la máxima importancia en el culto cristiano y que se explicita a lo largo de los días, las semanas y el curso de todo el año. De aquí se desprende la necesidad de poner a plena luz el misterio pascual de Cristo en la reforma del año litúrgico, según las normas dadas por el Concilio [1], tanto en lo que respecta a la ordenación del Propio del tiempo y de los Santos, como a la revisión del Calendario Romano.
Ciertamente, en el transcurso de los siglos ha acontecido que, por el aumento de las vigilias, de las fiestas religiosas, de sus celebraciones durante octavas y de las diversas inserciones dentro del año litúrgico, los fieles han puesto en práctica, algunas veces, peculiares ejercicios de piedad de tal modo que sus mentes se han visto apartadas en cierta manera de los principales misterios de la divina Redención.
A nadie se le oculta que Nuestros Predecesores san Pío X y Juan XXIII, de venerable memoria, han dado algunas normas con la finalidad de restituir su dignidad genuina al domingo, que verdadera y propiamente debe ser tenido por todos como «día de fiesta primordial» [2], y al mismo tiempo restaurar la celebración litúrgica de la sagrada Cuaresma. No es menos sabido que Nuestro Predecesor Pío XII, de venerable memoria, decretó [3] para la Iglesia Occidental la reintegración de la solemne Vigilia en la noche pascual, en la cual, el pueblo de Dios, celebrando los sacramentos de la iniciación cristiana, renueva su alianza con Cristo, el Señor resucitado.
Estos Sumos Pontífices, siguiendo con firmeza las enseñanzas de los santos Padres y la tradición de la Iglesia católica, estaban convencidos rectamente de que el curso del año litúrgico no solo conmemora hechos, por los que Jesucristo, muriendo por nosotros, nos salva, o evoca el recuerdo de unos gestos de cosas pasadas por cuya meditación el espíritu de los cristianos, por sencillos que sean, es instruido y alimentado, sino también enseñaban que la celebración del año litúrgico «tiene una peculiar fuerza y eficacia sacramental para alimentar la vida cristiana» [4]. Todo esto Nos mismo lo sentimos y lo profesamos.
Con razón, al celebrar «el misterio del Nacimiento de Cristo» [5] y su manifestación al mundo, pedimos «poder transformarnos interiormente a imagen de aquel que hemos conocido semejante a nosotros en su humanidad» [6] y, cuando renovamos la Pascua de Cristo, suplicamos a Dios que los que han renacido con Cristo «sean fieles durante su vida a la fe que han recibido en el sacramento» [7]. Pues, usando las palabras del Concilio Ecuménico Vaticano II, la Iglesia, «conmemorando así los misterios de la Redención, abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, de tal manera que, en cierto modo, se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación» [8].
Por esta razón, la revisión del año litúrgico y las normas que derivan de su reforma no pretenden otra cosa sino que los fieles, por medio de la fe, la esperanza y la caridad, estén en comunión más viva con «todo el misterio de Cristo desarrollado a lo largo del curso del año» [9].
Creemos que a todo lo que hemos dicho no se opone el que las fiestas de la bienaventurada Virgen María, «que está unida con vinculo indisoluble a la obra salvadora de su Hijo» [10], y las memorias de los santos, entre las cuales se encuentran con toda justicia los natalicios «de nuestros señores, los mártires y vencedores» [11], destaquen con viva luz; en efecto, «las fiestas de los santos proclaman las maravillas de Cristo en sus servidores y proponen ejemplos oportunos a la imitación de los fieles». La Iglesia católica ha tenido siempre como firme y cierto que las fiestas de los santos proclaman y renuevan el misterio pascual de Cristo [13].
Como no se puede negar que a través de los siglos fueron introducidas un número excesivo de fiestas de santos, el santo sínodo advierte oportunamente: «Para que las fiestas de los santos no prevalezcan sobre las que celebran los Misterios de la salvación, déjese la celebración de muchas de ellas a las iglesias particulares, naciones o familias religiosas, extendiendo a toda la Iglesia sólo aquellas que recuerden a santos de importancia realmente universal» [14].
Para llevar a efecto estos decretos del Concilio Ecuménico, han sido excluidos del Calendario general algunos nombres de santos, y se ha concedido la facultad de restituir oportunamente, si conviene, las memorias y el culto de otros santos en sus propias regiones. De todo esto ha resultado que, al suprimir del Calendario Romano algunos nombres de santos no conocidos universalmente, se han incluido en él algunos nombres de mártires originarios de países de evangelización más reciente; de tal modo que en su lista se encuentran con igual dignidad representantes de todos los pueblos insignes o porque han derramado su sangre por Cristo o porque se han distinguido por unas virtudes extraordinarias.
Por estas causas pensamos que el nuevo Calendario general, elaborado para el rito latino, se acomoda más a la mentalidad y piadoso sentir de este tiempo y presenta más adecuadamente aquella propiedad de la Iglesia que es la universalidad; ya que propone nombres de hombres insignes que ofrecen a todo el Pueblo de Dios unos modelos especiales de santidad, vivida de diferentes maneras. No es necesario decir el provecho espiritual que esto representa para todos los cristianos.
Después de haber pensado diligentemente ante el Señor todas estas causas, aprobamos con nuestra autoridad apostólica el nuevo Calendario Romano general, elaborado por el Consilium para la aplicación de la Constitución sobre la sagrada liturgia, y las Normas universales que se refieren a la ordenación del año litúrgico, para que comiencen a tener vigor el día 1 de enero del año 1970, de acuerdo con los decretos que dará la Sagrada Congregación de Ritos conjuntamente con el Consilium, al que acabamos de hacer referencia, y que serán válidos hasta el tiempo en que se haga la edición reformada del Misal y del Breviario.
Todo lo que hemos establecido en esta Carta Nuestra, dada en forma de Motu proprio, mandamos que sea firme y tenga valor, sin que obsten, si fuere el caso, las Constituciones y ordenaciones apostólicas emanadas de Nuestros Predecesores, o cualquier otra prescripción, incluso digna de mención y derogación.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 14 de febrero de 1969, año sexto de Nuestro Pontificado.
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[1] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, nn. 102-111.
[2] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, n. 106.
[3] Cf. SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS, Decreto Dominica Resurrectionis, del 9 de febrero de 1951: AAS 43 (1951), pp. 128-129.
I
Ciertamente, en el transcurso de los siglos ha acontecido que, por el aumento de las vigilias, de las fiestas religiosas, de sus celebraciones durante octavas y de las diversas inserciones dentro del año litúrgico, los fieles han puesto en práctica, algunas veces, peculiares ejercicios de piedad de tal modo que sus mentes se han visto apartadas en cierta manera de los principales misterios de la divina Redención.
A nadie se le oculta que Nuestros Predecesores san Pío X y Juan XXIII, de venerable memoria, han dado algunas normas con la finalidad de restituir su dignidad genuina al domingo, que verdadera y propiamente debe ser tenido por todos como «día de fiesta primordial» [2], y al mismo tiempo restaurar la celebración litúrgica de la sagrada Cuaresma. No es menos sabido que Nuestro Predecesor Pío XII, de venerable memoria, decretó [3] para la Iglesia Occidental la reintegración de la solemne Vigilia en la noche pascual, en la cual, el pueblo de Dios, celebrando los sacramentos de la iniciación cristiana, renueva su alianza con Cristo, el Señor resucitado.
Estos Sumos Pontífices, siguiendo con firmeza las enseñanzas de los santos Padres y la tradición de la Iglesia católica, estaban convencidos rectamente de que el curso del año litúrgico no solo conmemora hechos, por los que Jesucristo, muriendo por nosotros, nos salva, o evoca el recuerdo de unos gestos de cosas pasadas por cuya meditación el espíritu de los cristianos, por sencillos que sean, es instruido y alimentado, sino también enseñaban que la celebración del año litúrgico «tiene una peculiar fuerza y eficacia sacramental para alimentar la vida cristiana» [4]. Todo esto Nos mismo lo sentimos y lo profesamos.
Con razón, al celebrar «el misterio del Nacimiento de Cristo» [5] y su manifestación al mundo, pedimos «poder transformarnos interiormente a imagen de aquel que hemos conocido semejante a nosotros en su humanidad» [6] y, cuando renovamos la Pascua de Cristo, suplicamos a Dios que los que han renacido con Cristo «sean fieles durante su vida a la fe que han recibido en el sacramento» [7]. Pues, usando las palabras del Concilio Ecuménico Vaticano II, la Iglesia, «conmemorando así los misterios de la Redención, abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, de tal manera que, en cierto modo, se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación» [8].
Por esta razón, la revisión del año litúrgico y las normas que derivan de su reforma no pretenden otra cosa sino que los fieles, por medio de la fe, la esperanza y la caridad, estén en comunión más viva con «todo el misterio de Cristo desarrollado a lo largo del curso del año» [9].
II
Creemos que a todo lo que hemos dicho no se opone el que las fiestas de la bienaventurada Virgen María, «que está unida con vinculo indisoluble a la obra salvadora de su Hijo» [10], y las memorias de los santos, entre las cuales se encuentran con toda justicia los natalicios «de nuestros señores, los mártires y vencedores» [11], destaquen con viva luz; en efecto, «las fiestas de los santos proclaman las maravillas de Cristo en sus servidores y proponen ejemplos oportunos a la imitación de los fieles». La Iglesia católica ha tenido siempre como firme y cierto que las fiestas de los santos proclaman y renuevan el misterio pascual de Cristo [13].
Como no se puede negar que a través de los siglos fueron introducidas un número excesivo de fiestas de santos, el santo sínodo advierte oportunamente: «Para que las fiestas de los santos no prevalezcan sobre las que celebran los Misterios de la salvación, déjese la celebración de muchas de ellas a las iglesias particulares, naciones o familias religiosas, extendiendo a toda la Iglesia sólo aquellas que recuerden a santos de importancia realmente universal» [14].
Para llevar a efecto estos decretos del Concilio Ecuménico, han sido excluidos del Calendario general algunos nombres de santos, y se ha concedido la facultad de restituir oportunamente, si conviene, las memorias y el culto de otros santos en sus propias regiones. De todo esto ha resultado que, al suprimir del Calendario Romano algunos nombres de santos no conocidos universalmente, se han incluido en él algunos nombres de mártires originarios de países de evangelización más reciente; de tal modo que en su lista se encuentran con igual dignidad representantes de todos los pueblos insignes o porque han derramado su sangre por Cristo o porque se han distinguido por unas virtudes extraordinarias.
Por estas causas pensamos que el nuevo Calendario general, elaborado para el rito latino, se acomoda más a la mentalidad y piadoso sentir de este tiempo y presenta más adecuadamente aquella propiedad de la Iglesia que es la universalidad; ya que propone nombres de hombres insignes que ofrecen a todo el Pueblo de Dios unos modelos especiales de santidad, vivida de diferentes maneras. No es necesario decir el provecho espiritual que esto representa para todos los cristianos.
Después de haber pensado diligentemente ante el Señor todas estas causas, aprobamos con nuestra autoridad apostólica el nuevo Calendario Romano general, elaborado por el Consilium para la aplicación de la Constitución sobre la sagrada liturgia, y las Normas universales que se refieren a la ordenación del año litúrgico, para que comiencen a tener vigor el día 1 de enero del año 1970, de acuerdo con los decretos que dará la Sagrada Congregación de Ritos conjuntamente con el Consilium, al que acabamos de hacer referencia, y que serán válidos hasta el tiempo en que se haga la edición reformada del Misal y del Breviario.
Todo lo que hemos establecido en esta Carta Nuestra, dada en forma de Motu proprio, mandamos que sea firme y tenga valor, sin que obsten, si fuere el caso, las Constituciones y ordenaciones apostólicas emanadas de Nuestros Predecesores, o cualquier otra prescripción, incluso digna de mención y derogación.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 14 de febrero de 1969, año sexto de Nuestro Pontificado.
PABLO P.P. VI
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[1] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, nn. 102-111.
[2] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, n. 106.
[3] Cf. SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS, Decreto Dominica Resurrectionis, del 9 de febrero de 1951: AAS 43 (1951), pp. 128-129.
[4] SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS, Decreto general Maxima Redemptionis nostra mysteria, del 16 de noviembre de 1955: AAS 47 (1955), p. 839.
[5] SAN LEÓN MAGNO, Sermo XXVII in Nativitate Domini 7, 1; PL 54, 216.
[6] MISAL ROMANO, ed. típ. 1962, Oración de la Epifanía (en el presente Misal, segunda oración del Bautismo del Señor, p. 179).
[7] Ibíd., Oración del martes de la octava de Pascua (en el presente Misal, oración colecta del lunes, p. 320).
[8] CONCILIO VATICANO II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, nn. 102.
[9] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, nn. 102.
[10] Ibíd., n. 103.
[11] Cf. Brevarium Syriacum (siglo V), ed. B. Marini, Roma 1956, p. 27.
[12] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, nn. 111.
[13] Cf. ibíd., n. 104.
[14] Cf. ibíd., n. 111.
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