Octubre
11 de octubre
San Juan XXIII, papa
Ángel José Roncalli nació en Sotto il Monte, provincia de Bérgamo (Italia), en
1881. A los once años entró en el seminario de Bérgamo y, posteriormente, continuó sus
estudios en el Pontificio Seminario Romano. Ordenado sacerdote en 1904, fue secretario
del obispo de Bérgamo. En 1921 inició su servicio a la Santa Sede como Presidente del
Consejo central de la Obra Pontifica para la Propagación de la Fe en Italia; en 1925 fue
nombrado Visitador Apostólico y luego Delegado Apostólico en Bulgaria; en 1935
Delegado Apostólico en Turquía y Grecia; y en 1944 Nuncio Apostólico en Francia. En
1953 fue creado cardenal y nombrado Patriarca de Venecia. Fue elegido Papa en 1958:
convocó el Sínodo Romano, instituyó la Comisión para la revisión del Código de
Derecho Canónico, convocó el Concilio Ecuménico Vaticano II. Murió la tarde del 3 de
junio de 1963.
Del Común de pastores: para un papa.
Oficio de lectura
SEGUNDA LECTURA
De los «Discursos» de san Juan XXIII, papa.
(Solemne apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, 11 de octubre de 1962: AAS 54
[1962] 786-787. 792-793)
La Iglesia, madre amantísima de todos
La Iglesia se alegra hoy porque, gracias al don especial de Dios, ha llegado el día
tan deseado. En él, bajo la protección de la Virgen, Madre de Dios, cuya fiesta de la
Maternidad divina hoy celebramos, aquí junto al sepulcro de San Pedro, se inaugura
solemnemente el Concilio Ecuménico Vaticano II.
Los problemas e interrogantes planteados al género humano apenas han cambiado
después de casi veinte siglos. Jesucristo ocupa siempre el centro de la vida y de la
historia. Si los hombres se adhieren a él y a su Iglesia, gozan así de los bienes de la luz,
de la bondad, del orden y de la paz. Por el contrario, si vienen sin él u obran contra él y
permanecen voluntariamente fuera de la Iglesia, entonces reina entre ellos la confusión,
se endurecen las relaciones humanas y amenaza el peligro de sangrientas guerras.
Al comienzo del Concilio ecuménico Vaticano II queda claro como nunca que la
verdad del Señor permanece para siempre. Vemos ciertamente, al pasar los siglos, que las
inseguras opiniones de los hombres se excluyen unas a otras y que los errores, apenas
surgidos, se desvanecen a menudo enseguida como una niebla expulsada por el sol.
La Iglesia se opuso siempre a estos errores y a menudo incluso los condenó con
gran severidad. En nuestro tiempo, la Iglesia de Cristo prefiere emplear la medicina de la
misericordia y o empuñar las armas de la severidad. Ella cree que, en vez de condenar,
hay que responder a las necesidades actuales explicando mejor la fuerza de su doctrina.
No es que hoy falten doctrinas y opiniones falsas y peligros que hay que prevenir y
apartar. Sin embargo, todo esto está muy claramente contra los rectos principios de la
honradez y ha producido frutos muy funestos. Por eso parece que los hombres de hoy
comienzan ellos mismos a condenar, sobre todo, aquellas formas de vida que no tienen
en cuenta a Dios y sus leyes, la excesiva confianza en los progresos de la técnica o un
progreso basado únicamente en el bienestar. Cada vez se reconoce más que la dignidad
de la persona humana y su adecuado perfeccionamiento es algo muy valioso, pero difícil
de lograr. Lo más importante es que finalmente se ha aprendido por experiencia que la
violencia externa impuesta a los demás, la fuerza de las armas y el poder político no son
capaces de resolver los graves problemas que angustian a los hombres.
En esta situación, la Iglesia católica, al levantar la antorcha de la verdad religiosa
mediante este Concilio ecuménico, quiere mostrarse madre amantísima de todos, llena de
bondad y de paciencia, movida también de misericordia y de compasión para con los
hijos separados de ella. A la humanidad, sumergida en tantas dificultades, le dice lo que
un día Pedro al paralítico que le pedía limosna: No tengo oro ni plata, pero te doy lo que
tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda. A los hombres de nuestro
tiempo la Iglesia no les da riquezas perecederas ni les promete una felicidad simplemente
terrena. Les reparte, sin embargo, los bienes de la gracia sobrenatural, que, al elevarlos a
la dignidad de hijos de Dios, sirven de defensa y ayuda para hacer su vida más humana.
Les abre las fuentes de su rica doctrina, con la cual los hombres, iluminados con la luz de
Cristo, son capaces de comprender a fondo lo que verdaderamente son, su excelsa
dignidad y el fin que deben buscar. Finalmente, la Iglesia, por medio de sus hijos,
ensancha en todas las partes las dimensiones de la caridad cristiana, que es lo más
adecuado para arrancar las semillas de las disensiones y lo más eficaz para impulsar la
concordia, la paz justa y la unidad fraterna de todos.
RESPONSORIO Cf. Mt 16, 18; Sal 47 (48), 9
V/. Dijo Jesús a Simón: yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia. * Y el poder del infierno no la derrotará.
R/. Dios la ha fundado para siempre. * Y el poder del infierno.
ORACIÓN
Dios todopoderoso y eterno, que en san Juan, papa, has hecho resplandecer ante el
mundo la imagen viva de Cristo, Buen Pastor, concédenos, por su intercesión, manifestar
con gozo la plenitud de la caridad cristiana. Por nuestro Señor Jesucristo.
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